(Article a publicar a “La Comarca” d’Alcanyís)
Cuando el marido o la mujer en un matrimonio, o uno de los dos miembros de una pareja sentimental, no se siente satisfecho con la relación que mantienen, o incluso dicha relación se convierte en un suplicio, es más que evidente que lo plantee a la otra parte, indicando los motivos concretos si los hubiere o la pérdida del sentimiento amoroso, si así fuese. ¿Cuál podría ser la reacción de esta otra parte?
Salvados los primeros momentos, tal vez de sorpresa o de indignación, de desesperación, de impotencia, de culpabilidad, o quien sabe de cuantas cosas más, se impondría, pienso yo, una fase de excitación. Podría en un principio interesarse impulsivamente por todas las razones que han llevado al otro o a la otra a tomar la decisión, incluso si el enamoramiento fuese grande podría intentar culpabilizarse de alguna cosa que pudo no hacer bien y aportar posibles cambios de conducta. No hay que descartar que sus demandas o súplicas rozasen el patetismo. Después podría entrar en una etapa de reflexión y plantear los efectos de la ruptura con relación a terceras partes —hijos, familia—, para hablar finalmente de las consecuencias patrimoniales. Tampoco hay que descartar que en momentos concretos de todo el proceso, rememorase las excelencias del tiempo de convivencia transcurrido y de la posibilidad de repetirlas con un poco de esfuerzo o buena voluntad, todo ello adobado con guiños o abierta actitud de seducción.
En que cabeza puede caber que la reacción de la parte que se siente abandonada, pero muy enamorada del otro o de la otra, pudiera ser, de entrada, la negación de la realidad, los reproches violentos, la apelación a la indestructibilidad del vínculo establecido, las amenazas continuas, el enfrentamiento con los hijos, las graves consecuencias económicas de la separación, etc., etc. ¿Demostraría con este comportamiento mucho amor o tan siquiera algo de aprecio hacia el compañero o compañera? ¿Conseguiría torcer la decisión de la otra parte? ¿Y si así fuese, qué tipo de relación se establecería en el futuro? ¿Se podría mantener ésta por mucho tiempo? ¿Si en ambos casos la relación acabara rompiéndose, serían iguales las consecuencias?
Sobre los resultados en cada una de las alternativas —seducir o amenazar—, puede el lector hacer sus propias conjeturas, aunque para mi, a tenor de como las describo, son bien evidentes.
Y toda esta introducción para intentar aproximarme al problema Cataluña-España o España-Cataluña. No sería extraño que muchos lectores ya se hubiesen percatado de “por donde iban los tiros” antes de llegar a estas últimas líneas.
No me resisto a incluir, de entre las muchas que se han dicho, unas recientes “perlas” sobre la materia en cuestión. El Sr. García Margallo ha dicho: “una declaración unilateral de independencia en Cataluña la condenaría a vagar por el espacio sin reconocimiento y a quedar excluida de la Unión Europea por los siglos de los siglos”. El coro de los presentes podría haber dicho: “Amen”. El recurso al miedo suele producir efectos contrarios a los previstos.
El ínclito presidente de las Cortes de Aragón y líder del PAR, José Ángel Biel dijo en Madrid el pasado 12 de marzo: “el referéndum soberanista de Cataluña no se puede celebrar, cuando lo convoquen habrá que prohibirlo y cuando saquen las urnas a la calle habrá que requisarlas”. Añadió para rematar que hay conflictos que son irresolubles porque “el que nace barrigón, tontería que lo fajen” (tal vez bajo la vista para observarse). Así se hacen amigos y se promociona Aragón en Cataluña. En todo caso, el señor Biel tendrá bien estudiado que los buenos madrileños sustituirán con creces a los perversos catalanes en cuanto a intercambios comerciales y turismo del Matarraña, del Bajo Aragón, de las demás comarcas de la Franja y de todo Aragón en general.
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