(Publicat al diari “La Comarca”)
Cuando la mayoría de los habitantes de un país se sienten protegidos por sus normas constitucionales, y cuando las acepten y las defienden, tanto si participaron en su promulgación como si los actores directos fueron sus progenitores, su constitución es la ley fundamental de donde emanan sus derechos y libertades. Es la norma jurídica suprema del Estado, su carta magna, la que determina las bases de su ordenamiento jurídico, organización de los poderes públicos y los fundamentos del sistema económico y las relaciones sociales. Todo perfecto. Si en el transcurrir del tiempo, alguno de sus preceptos constitucionales es sentido mayoritariamente como desfasado, democráticamente y con la concurrencia de la población que se precise, se adecua o se cambia totalmente, lo cual no hace más que alargar la vida de la carta magna. En todo lo anterior me refiero a las constituciones aprobadas por la soberanía popular, no tanto a las pactadas y menos aún a las impuestas u otorgadas.
Cuando en un Estado, una parte importante de él se siente nación diferente del resto, por su cultura, su lengua, su historia, su forma de entender la vida, o su constatación de maltrato económico y cultural, algún procedimiento democrático debería estar previsto en su constitución para canalizar y poder medir el descontento y desafección de esta porción de la población enclavada en un determinado territorio. Realmente el problema no es de los que desean irse del Estado, ya que tienen previsto crear uno de nuevo de acuerdo con sus ideales; sino del resto de los ciudadanos que no desean irse. Digo problema en el sentido de aceptación de la situación presente y la futura no deseada que comporta un ejercicio democrático de aceptación de los, hasta ahora conciudadanos, como futuros vecinos cercanos, pero diferentes. Si la reacción de la parte unionista es la ignorancia del problema, la demonización de los que desean la independencia y la excusa es la constitución porque dice que “la soberanía nacional reside en el pueblo” y que “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación, patria común e indivisible de todos” tenemos un problema y ese problema es la constitución. Si además, en vez de atraer a los que quieren independizarse, intentando convencerles de las ventajas de la convivencia en común o de seducirles con lisonjas y fervientes propósitos de cambio o corrección de aquello que demandan o en aquello de lo que se sienten maltratados, se les menosprecia, se les amenaza permanentemente y se les lleva a los altos tribunales para que castiguen sus desvíos o incumplimientos de los preceptos legales, el problema no hace más que aumentar y aumentar.
No entiendo el placer, digamos tan sólo el sentimiento, que puede producir a una persona tener a su lado la otra mitad de la pareja, obligada bajo amenazas o por el miedo a la aplicación de una determinada ley. ¡Como no sea el sentimiento de propiedad! No hace falta llegar al sentimiento machista i trágico de aquella canción que dice: “la maté porque la amaba, la maté porque era mía” o la letra de “El preso nº 9”, “Padre no me arrepiento ni me da miedo la eternidad, yo sé que allá en el cielo el ser supremo nos juzgará”, después de haber matado a su mujer, claro. No hace falta mucho esfuerzo para pasar de lo particular, a modo de ejemplo, a lo colectivo, o si prefieren a lo social y político.
Los problemas políticos de envergadura de un colectivo importante nunca los arreglará la aplicación pura i dura de la ley por la justicia. ¿Quieren ustedes un problema político de más envergadura que la decisión de independencia de un colectivo que se siente nación diferente? ¿A los políticos, en tareas de gobierno, que hacen dejación de sus funciones, para qué los queremos? I peor aún, los políticos que tratan de influir o determinar la función de los otros poderes, son los peores perversores de la democracia.
Por muy rígidas que sean las constituciones, siempre es posible encontrar algún resquicio que permita organizar una consulta, llámese como se llame, para que todos los ciudadanos o un grupo de ellos pueda manifestar su opinión respecto a un determinado tema. ¿Por qué hay que temer a la democracia? Todo buen demócrata respetará los resultados, como tiene que ser. Si el tema es la independencia y se ve claramente que los más partidarios son los jóvenes y el colectivo culturalmente más preparado, a medida que pase el tiempo habrá más partidarios y con razones más consistentes. Si de verdad la constitución es tan rígida e “intransigente” habrá que cambiarla, ya que el tiempo no pasa en balde: el soufflé se convierte en una masa más trabada a la que se le va añadiendo más levadura. Por lo general el problema real no suele provenir nunca de la constitución, sino de la inacción de los políticos o de sus intereses electorales. Sería más grave aún que la no solución de los problemas proviniese de la baja calidad democrática del país. Los métodos violentos en occidente afortunadamente han quedado atrás. ¿Entonces, a qué esperar? La gran mayoría de la veces, los grandes cambios políticos son las semillas de los grandes beneficios sociales y económicos.
Pongamos que hablo de España y Cataluña.
José Miguel Gràcia
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